Leonardo Boff
2013-04-05
El primer milenio de cristianismo estuvo marcado por el paradigma de la comunidad. Las Iglesias tenían relativa autonomía con sus ritos propios: la ortodoxa, la copta, la ambrosiana de Milán, la mozárabe de España y otras. Veneraban sus propios mártires y confesores y tenían sus teologías, como se ve en la floreciente cristiandad del norte de África con san Agustín, san Cipriano y el laico teólogo Tertuliano. Ellas se reconocían entre si y, aunque en Roma ya se esbozaba una visión más jurídica, predominaba la presidencia en la caridad.
El segundo milenio se caracterizó por el paradigma de la Iglesia como sociedad perfecta y jerarquizada: una monarquía absoluta centrada en la figura del Papa como cabeza suprema (cefalización), dotado de poderes ilimitados y, por último, infalible cuando se declara como tal en asuntos de fe y moral. Se creó el Estado Pontificio, con ejército, con sistema financiero y legislación que incluía la pena de muerte. Se creó un cuerpo de peritos de la institución, la Curia Romana, responsible de la administración eclesiástica mundial. Esta centralización produjo la romanización de toda la cristiandad. La evangelización de América Latina, de Asia y de África se hizo dentro de un mismo proceso de conquista colonial del mundo y significó un trasplante del modelo romano, anulando prácticamente la encarnación en las culturas locales. Se oficializó la estricta separación entre el clero y los laicos. Éstos, sin ningún poder de decisión (en el primer milenio participaban en la elección de los obispos y del propio Papa), fueron jurídicamente y de hecho infantilizados y mediocrizados.
Las costumbres palaciegas de sacerdotes, obispos, cardenales y papas se afirmaron. Los títulos de poder de los emperadores romanos, comenzando por los de Papa y Sumo Pontífice, pasaron al obispo de Roma. Los cardenales, príncipes de la Iglesia, se vestían como la alta nobleza renacentista, y así ha permanecido hasta la actualidad, para escándalo de no pocos cristianos habituados a ver a Jesús pobre y hombre del pueblo, perseguido, torturado y ejecutado en la cruz.
Todo indica que este modelo de Iglesia se clausuró con la renuncia de Benedicto XVI, último Papa de este modelo monárquico, en un contexto trágico de escándalos que han afectado al núcleo de credibilidad del mensaje cristiano.
La elección del Papa Francisco, venido «del fin del mundo» como él mismo se presentó, de la periferia de la cristiandad, del Gran Sur, donde vive el 60% de los católicos, inaugurará el paradigma eclesial del Tercer Milenio: la Iglesia como vasta red de comunidades cristianas, enraizadas en las diferentes culturas, algunas más antiguas que la occidental, como la china, la india y la japonesa, las culturas tribales de África y las comunitarias de América Latina. Se encarna también en la cultura moderna de los países técnicamente avanzados, con una fe vivida también en pequeñas comunidades. Todas estas encarnaciones tienen algo en común: la urbanización de la humanidad en la cual más del 80% de la población vive en grandes conglomerados de millones y millones de personas.
En este contexto no será posible hablar de parroquias territoriales, sino de comunidades de vecindad, de edificios o de calles cercanas. Ese cristianismo tendrá como protagonistas a los laicos, animados por curas, casados o no, o por mujeres-sacerdotes y obispas ligadas más a la espiritualidad que a la administración. Las Iglesias tendrán otros rostros.
La reforma no se restringirá a la Curia Romana, en estado calamitoso, sino que se extenderá a toda la institucionalidad de la Iglesia. Tal vez solamente convocar un nuevo Concilio con representantes de toda la cristiandad dará al Papa la seguridad y las líneas maestras de la Iglesia del Tercer Milenio. Que no le falte el Espíritu.
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